sábado, 3 de mayo de 2014

Ruta de la Seda



Cuando oímos hablar de la Ruta de la Seda, a nuestra mente acuden imágenes de caravanas cargadas de valiosos productos del Lejano Oriente, de viajeros que atravesaban los desiertos y las montañas de Asia Central, y de ciudades pobladas de mezquitas y palacios suntuosos. Samarcanda, Bujara y Jiva forman parte de esa leyenda y también de un viaje por los enclaves míticos de la actual república de Uzbekistán, donde se conserva el legado monumental más importante de Asia Central.

Tashkent, la capital uzbeka, es la puerta de entrada al país. A primera vista llama la atención su ordenado y frío urbanismo soviético, pero un breve paseo descubre testimonios de aquella ruta comercial que ya existía en el siglo II a.C. y que el veneciano Marco Polo describiría, doce siglos después, en su Libro de las Maravillas: la madraza de Barak Khana; el mausoleo de Yunus Khan, fundador de la dinastía mogol de la India, y el complejo religioso de Khazrat-i-imam, que contiene, supuestamente, el Corán más antiguo del mundo. Si además de la monumentalidad se busca también la autenticidad, el ambiente y los olores de lo cotidiano, hay que acercarse al bazar de Chorsu, situado al norte de la ciudad. Bajo su cúpula verde, las mujeres uzbekas vestidas con coloridos trajes tradicionales se abastecen de productos básicos, y también de tejidos de seda producidos en el valle de Fergana, una región que hoy día se reparte entre Uzbekistán, Kirguizistán y Tayikistán, y que se ha convertido en la más fértil y poblada de Asia Central. Aquí llegó la seda procedente de China, y muchos de sus habitantes aún se dedican a la fabricación y exportación de este valioso producto.

Tras el viaje en avión desde la capital y un breve trayecto en autobús, Jiva surge como un bello espejismo en medio del desierto, con sus minaretes y cúpulas en tonos azules y turquesas que refulgen bajo el sol. Situada en el delta del río Amu Daria, la ciudad-oasis fue un lugar de parada obligatoria para las caravanas que se dirigían al mar Caspio. Las murallas redondeadas de barro que la rodean recuerdan la importancia de Jiva como capital de un poderoso kanato en el siglo XVI. Su magnífico acceso es la puerta Ota Darvoza, que fue restaurada en la década de 1970, cuando los habitantes de Jiva se exiliaron extramuros y el tránsito rodado quedó prohibido, dejando la ciudad sin el bullicio de otros lugares. Sus calles están flanqueadas de tiendas que venden todo tipo de recuerdos, desde gorros de piel rusos hasta objetos de cobre repujado, alfombras y piezas de cerámica.

En Jiva uno se siente transportado en el tiempo, paseando entre minaretes de azulejos multicolores, antiguos caravasares donde descansaban las caravanas, madrazas, mausoleos y mezquitas como la de Jumma, del siglo XVII, con sus columnas de madera pintada. El icono principal de Jiva es el minarete de Kalta, que estaba destinado a convertirse en el más alto del mundo cuando empezó a erigirse en el año 1851, pero quedó incompleto en medio de la ciudad vieja como un monumento fallido a la megalomanía de su constructor, el kan Mohamed Ami.

Una de las ciudades más emblemáticas de la Ruta de la Seda es Bujara, separada de Jiva por 450 kilómetros de desierto. Capital de una dinastía de emires persas, Bujara alcanzó una gran importancia entre los siglos IX y X, hasta que en 1220 las hordas mongolas de Gengis Kan la arrasaron. En el siglo XIV, bajo el gobierno del gran caudillo tártaro Tamerlán, se transformó en una etapa crucial en la Ruta de la Seda. Con sus más de 350 mezquitas y 100 madrazas, fue apodada «pilar del islam» y se convirtió en el segundo centro de peregrinación después de La Meca.

De la importancia de Bujara en el pasado quedan vestigios notables en su casco histórico, como el minarete de Kalyan, que con 47 metros de alto está considerado el símbolo de la ciudad. Junto a él se alza una mezquita con capacidad para 10.000 fieles y las madrazas de Ulug Begh y de Abdulaziz-Khan. Si nos perdemos por su dédalo de callejuelas descubriremos numerosos talleres de anticuarios, de tejedores y también de artesanos que, entre otros objetos, elaboran delicadas miniaturas en papel de seda.

Cuando la tarde languidece, en la plaza Lyabi-Hauz, construida en 1620, el lugar en torno al cual orbita la vida de la ciudad, los propietarios de las numerosas chaijanas (casas de té tradicionales) que la rodean sacan al exterior mesas que distribuyen alrededor de un estanque central. En casi todas ellas, el menú consiste en plov, arroz con cordero y verduras estofadas, acompañado de patyr, el tradicional pan uzbeko. Y, por supuesto, el omnipresente té.

Y por fin llegamos a Samarcanda, la mítica ciudad de las caravanas, la orgullosa capital de Tamerlán y una de las ciudades más antiguas del mundo, con 2.700 años de historia. Los 250 kilómetros que separan Bujara de Samarcanda se recorren en cinco horas de autobús, a través de un paisaje que va tornándose cada vez más fértil. A diferencia de Bujara, Samarcanda fue arrasada por el urbanismo soviético, que únicamente dejó en pie algunos monumentos emblemáticos como la plaza del Registán.

Una colosal estatua de Tamerlán nos da la bienvenida a la plaza, donde se alzan tres espléndidas escuelas coránicas con multicolores fachadas y cúpulas de azulejos. En sus patios hoy ya no quedan estudiantes que llenen el silencio con sus oraciones, sino tiendas en las que los artesanos ofrecen atriles de madera y miniaturas. Siguiendo una recta avenida flanqueada de plátanos se llega a la mezquita de Bibi Khanum, proyectada por Tamerlán en honor de su esposa favorita.

La experiencia más emocionante de Samarcanda es, sin duda, visitar la tumba del gran Tamerlán en el mausoleo de Gur-e-emir, coronado por una cúpula azul. A cambio de una propina, el guardián permite acceder a la cripta donde reposan los restos del gran conquistador, cuyo imperio se extendía desde la India hasta el mar Mediterráneo. El corazón de aquellos dominios era Samarcanda, el lugar donde confluían las caravanas procedentes de Oriente y Occidente, la joya de la Ruta de la Seda.

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